AD 13/2018
Queridos lectores, si mal no recuerdo, el último artículo sobre la evolución del derecho marítimo acababa con la preciosa escena de una Fragata abriendo las alas (velas laterales de corte rectangular que se colocan a ambos lados de las velas mayores de un navío) rumbo al horizonte.
Si, ciertamente era una escena maravillosa. Sin duda alguna, la primera mitad del siglo XIX fue el momento más esplendoroso de la navegación a vela, aunque para entonces su existencia ya estaba sentenciada. El año 1774, cierto hombre de apellido Watt y de nombre James había inventado (mejorado) una máquina que podía transmitir movimiento a una biela por medio de vapor a presión.
No se tardó mucho en ver que ese avance se podía aplicar a la práctica totalidad de medios de transporte, incluido el barco. Y así fue, se aplicó. Solo 10 años después de la creación de James Watt ya se estaban construyendo los primeros prototipos. Primero a paletas hasta que en 1803 nace la hélice. Ese mismo año, en plena tormenta Napoleónica, se bota uno de estos buques en el río Sena, Cinco años más tarde, el Clermont, otro buque de vapor a paletas, recorre los 240km que separan Nueva York de Albany remontando el río Hudson. Las cartas estaban echadas.
Ese fue el declive total de la navegación a vela. La propulsión eólica carecía de las ventajas que la propulsión mecánica a vapor podía ofrecer. El punto más importante era que uno no podía predecir la dirección del viento y mucho menos asegurar su existencia, cosa que importaba más bien poco a bordo de un buque propulsado a vapor. Crece sobremanera la seguridad de los armadores a lo largo de esta segunda mitad del siglo XIX. El precio de los seguros baja de forma importante, saber exactamente cuanto tiempo tardará un buque en ir de un puerto a otro es un lujo incalculable para un colectivo históricamente ligado a la incertidumbre. El comercio se prepara para otro gran salto.
No obstante, la navegación a vela tenía una carta en la manga. ¿Saben ustedes, apreciados amigos míos, lo que es “El canto del cisne”? No es una expresión demasiado común. Bien, en este caso es una metáfora que hace referencia a una última actuación, un último momento de gloria antes de dejar de existir. Y el canto del cisne de la navegación a vela fue sin duda la invención del Clípper.
Cuando los buques a vapor aun no podían alcanzar grandes velocidades y tenían dificultades para encontrar combustible en las rutas largas, los astilleros empezaron a construir un nuevo tipo de barco. Uno muy grande, muy largo, muy alto, con muchos, muchos mástiles y con aun más velas. El Clípper. Su objetivo: la velocidad.
Solían cubrir la ruta entre Europa y las Indias Orientales, aun que también hacían viajes transatlánticos. El más famoso de todos fue el Cutty Sark. Esta es su historia:
18 de Junio, puerto de Shanghai. El Cutty Sark, llamado así por una bruja de la literatura del Reino Unido, resplandece como si acabara de salir del astillero. La cubierta ha sido frotada con arenisca antes del amanecer, como manda la tradición y los cabos están recién recubiertos de brea. Estamos en 1872 y en los buques ingleses aun se respetan las viejas costumbres del mar. Todo apunta a una partida inminente. El ajetreo en cubierta es máximo. El capitán lo sabe, el primer oficial lo sabe, el timonel, los marineros, el contramaestre, la muchedumbre que se acumula en el muelle, todos lo saben. Inglaterra es el mayor consumidor mundial de Té. Están literalmente locos por el Té, esa planta que crece aquí en China. Quién quiera hacerse rico para toda la vida solo tiene que traer el primer cargamento de Té de la temporada a Inglaterra, pues en estas fechas los precios ya están por las nubes. Todos lo saben, también a bordo del Thermopylae, otro Clípper de 65 metros de eslora que se dispone a partir igualmente hacia Londres. Tanto el Cutty como el Thermopylae están repletos de Té, sus armadores compiten, los capitanes están listos, las tripulaciones ansiosas, las velas restallan, la marea ha subido, la carrera ha empezado.
Cubren la primera parte del viaje pisándose los talones, es imposible determinar quién va en cabeza. La espuma salta por la aleta de babor y salpica a la tripulación como si estuviera en medio de una lluvia torrencial. Los capitanes exprimen el aparejo al máximo. No hay un solo centímetro de palo que no lleve atada una vela. El Cutty Sark parece ganar distancia. Una mañana calurosa dejan de ver al Thermopylae. Los días transcurren y, aun que no lo sepan, han ganado 400 millas náuticas de ventaja. Es el momento perfecto para que actúe la mano del destino. El Cutty rompe uno de sus timones. El barco, prácticamente a la deriva, debe detenerse para llevar a cabo reparaciones de emergencia.
En la cabina de oficiales hay acalorados debates y el carpintero del buque es llamado constantemente para detallar la situación. El timón ha sido reparado de una forma más bien pobre y muchos indagan sobre el puerto en el que deberían parar para sustituirlo. El capitán no quiere ni oír a hablar de eso. Ordena proseguir el viaje a Inglaterra. Se ven obligados a ir más despacio, pero siguen avanzando contra viento y marea. Por si fuera poco, pasando Buena Esperanza una gran tormenta les rasga varias velas y les obliga a frenar más aun la marcha. Un día, ya en el Atlántico, el vigía cree vislumbrar sobre el horizonte una mancha blanca que avanza a toda velocidad. No está seguro, decide callar.
Más de dos meses después el Cutty Sark llega a Londres. El Thermopylae ha llegado hace justo una semana, el precio del Té aun es alto, aun que ni por asomo ganarán esa fortuna reservada para el primero de la temporada. Han tardado 122 días en cubrir la ruta Shanghai – Londres y aun que sean los segundos, el Cutty Sark queda inmortalizado ya como el barco que nunca se rindió.
Esta historia no la he contado por que sí. Es un ejemplo entre tantos de lo primordial que es la velocidad en el transporte de mercaderías por mar. Pero no vale la velocidad a cualquier precio, tiene que ser una velocidad constante. Ahí la vela perdió definitivamente la batalla. Cuando las hélices se extendieron y las naves a vapor pudieron cubrir la misma ruta en la mitad de tiempo no hubo nada más que hacer.
Este triunfo de la propulsión mecánica propició el crecimiento de otro tipo de transporte de mercaderías que hasta la fecha solo se había reservado a las distancias cortas, la línea regular o tráfico Liner como suele decirse en este mundillo. Ahora era posible saber cuando zarpaban y llegaban los buques. Se podía zarpar cada dos semanas o cada mes y llenar el barco con mercancías de multitud de pequeños comerciantes, ya no solo con las cargas de quienes podían permitirse fletar un barco en nombre propio. El mundo había vuelto a cambiar. Los buques han vuelto a cambiar, las bodegas han crecido, el metal del que están hechos permite que sean aun más largos y más anchos. A ello hay que sumarle la aparición de los medios de comunicación remota, como el telégrafo a mitades del siglo XIX y la radio a principios del XX. La locura está servida, ahora solo se puede ir hacia arriba.
El siguiente cambio es el definitivo. El que nos lleva a la actualidad. Tres letras, un significado: TEU, Twenty-foot Equivalent Unit. Habrán de pasar aun más de 50 años pero este avance revolucionario hará que buques como el Cutty Sark o el mismísimo Titanic parezcan simples juguetes flotando en la bañera de un niño.
Arriad las velas, encended los motores: esto es Derecho Marítimo.
Att. el equipo de Adefinitivas.
Palma, 16 de marzo de 2018