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El Pasacalle de Boccherini

AD 9/2018

Edward Coffin es un cuáquero nacido en la isla de Nantucket. Como la mayoría de sus conocidos, se dedica al negocio del aceite de ballena pues, en este año de 1858, esta porción de tierra situada frente al cabo Cod, literalmente, ilumina el mundo civilizado. En concreto, Edward exporta el preciado aceite al Reino Unido donde su contacto lo vende al ayuntamiento de Londres, que lo usa para encender las farolas de los distritos acomodados de la ciudad.

Ese Febrero, el Howler, el buque que transporta un cargamento de 20.000 Libras Esterlinas de aceite enviado por el señor Coffin, se cruza con una tormenta en el atlántico norte. El mar se ve de color blanco nácar y el viento sobrepasa con creces los 100 kilómetros por hora. Es lo que el recientemente fallecido señor Beaufort catalogaría como un temporal de fuerza 11.

El Howler se hunde en el mar. No hay supervivientes y la carga se pierde totalmente.

Cuando Edward Coffin reclama una indemnización al armador del buque, este le entrega la suma de 10 Chelines por cada libra de peso de la carga. Menos del 0,5% del valor de mercado de la misma. Esto sigue pasando y es perfectamente legal en nuestros días.

¿Como hemos llegado a este punto? El responsable del transporte de unos bienes cuyo valor asciende al de varias fortunas, no responde de la totalidad del valor de los mismos.

A finales del siglo XV se inicia una nueva etapa en la historia, el Renacimiento. Las ciudades recobran su importancia y el estado fomenta la agrupación de los mercaderes en gremios y consulados. Por lo que hace a la legislación mercantil del momento, es también el estado quién absorbe ya totalmente la competencia de elaborarla. Se abandona pues, al menos formalmente, ese origen consuetudinario de las leyes marítimas. La navegación en si, por su parte, no hace más que crecer en todos los sentidos: se incorporan a las armadas buques dotados de poderosa artillería, se construyen nuevos tipos de barcos como las Naos y los Galeones, naves que, como todos sabemos, eran perfectamente capaces de circunnavegar el globo. El comercio se extiende por nuevas regiones , antes imposibles de alcanzar debido a las distancias.

Pasan los años y en el siglo XVII la navegación no tiene ya nada que ver con la que fue hace 200 años. Los instrumentos de navegación se han perfeccionado e incluso aparecen los parientes primigenios del afamado sextante. Si bien el diseño de las embarcaciones aun está por dar “el gran salto”, los armadores (quienes explotan comercialmente el buque en nombre propio) empiezan a teorizar sobre los riesgos que corren al enviar sus naves allende los mares para llevar los cargamentos que los fletadores (aquellos que “arriendan” los buques para transportar mercaderías) cargan en ellos. Se empieza a hablar de la Fortuna de Mar. La nave es un bien muy preciado y es, habitualmente, el único bien que posee el armador. Si la nave se pierde en el mar por estar llevando una carga, el armador pierde ese bien, esa fortuna suya. Siendo así, parece justo que, para mitigar los daños que esta pérdida sin duda provoca, el armador no deba responder de la totalidad del valor de los bienes que su embarcación cargaba.

Acaba de nacer la limitación de la responsabilidad del armador.

Los armadores, pues, empiezan a incorporar paulatinamente en las pólizas de fletamento (el contrato entre el armador y el fletador) esta cláusula que limita su responsabilidad. Se generan diversos debates sobre la legitimidad o no de esta práctica. Se escriben numerosos tratados y se genera un auténtico caos al tratar de esclarecer cual de las personas que explota la embarcación, pues es natural que haya más de una, es la responsable de los daños provocados a la carga. Pasan los años sin que haya una solución definitiva a ninguna de estas preguntas, aunque la balanza se va decantando poco a poco a favor de la mencionada limitación de responsabilidad.

Pleno siglo XVIII, el diseño de los navíos se ha renovado otra vez. Ahora son capaces de navegar durante años seguidos necesitando solo recalar para reponer víveres de vez en cuando. El capitán James Cook, el que por muchos es considerado como el mejor navegante de todos los tiempos, surca el océano Pacífico a bordo del HMB Endeavour. Los estados se han transformado definitivamente en potencias y el comercio fluye como nunca antes. La limitación de la responsabilidad se ha impuesto de forma aplastante a la mayoría de otras prácticas. En este clima de ebullición ha aparecido una nueva facción: las entidades aseguradoras.

Al haber un déficit de seguridad para fletadores y armadores, han surgido gran cantidad de entidades que se dedican a asegurar el valor de las cargas transportadas por vía marítima. A cambio de una prima, estos entes se comprometen a reembolsar el valor de una embarcación hundida o a abonar la diferencia entre la indemnización recibida de un armador y el valor real de la mercadería perdida. Eso sí, siempre que ésta viaje de forma correcta a bordo y sobre todo, que el buque se encuentre en las condiciones ideales de navegabilidad. Efectivamente, ha aparecido un nuevo legislador en el mapa. Al poseer el poder de hacer viable el comercio por mar, las entidades aseguradoras comienzan a exigir determinados requisitos a los fletadores y armadores: las distintas partes del buque deben estar en buen estado, los toneles deben ser revisados de forma periódica… llegan a prohibir incluso la navegación por determinadas zonas especialmente peligrosas o por las costas de países en guerra.

Pudiera parecer que esto fuera a frenar la expansión marítima, pero sucedió todo lo contrario. Tanto fletadores como armadores se envalentonaron al ver asegurados sus bienes, si a ello le sumamos todos los avances hechos en el campo de la ingeniería naval y en los instrumentos de navegación, podremos fácilmente escuchar el Pasacalle de Boccherini mientras una Fragata de 38 cañones, rumbo al horizonte, abre las alas sobre un mar esmeralda.

Tanto el armador del Howler como el señor Edward Coffin respiran aliviados, no lo han perdido todo.

Atte. Nicolau Vidal del equipo de A definitivas.

Palma, 2 de marzo de 2018

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